martes, 9 de agosto de 2011
Hay llamas que no la apaga ni la peor de las tormentas.
Era una tarde de invierto tan triste como solitaria, ella estaba tiraba tirada frente a la televisión, aunque en realidad no la estaba mirando, eran sus pensamientos los que inundaban su cabeza, los que salpicaban sus recuerdos en cada rincón, hacía tiempo, ya bastante tiempo que no sonreía, Apagó la televisión, se puso algo de abrigo y salió a la calle, recorrió aquella ciudad hasta encontrar aquel sitio... Y allí estaba, justo donde lo había dejado, se sentó bajo aquel árbol y recordó: Verano, si, era verano, una tarde algo peculiar, porque llovía ella estaba esperando bajo aquel mismo árbol tiempo a tras, estaba nerviosa, lo recuerda muy bien, era adrenalina lo que corría por sus venas, el llegaba tarde pero a ella no le importaba esperar, y por fin él bajó por aquellas escaleras, bajaba rápido, despistado, con las manos en los bolsillos corrió hacia ella, la dedico media sonrisa, que para ella fue más que suficiente, con eso a ella la valía, la valía para entonces, y la valía para siempre, corrió hacia él y se apresuró a saltar sobre él, y le besó, un beso largo, con lengua, un beso se película para recordar, un beso que le alegró la tarde a aquella marchita ciudad... ¡NO! ¡BASTA! volvemos al presente, ella agita la cabeza, como si eso sirviese para desprenderse de aquel recuerdo, como si con ese simple agitar de cabeza pudiera olvidarse de él, miró al árbol, y vio en aquella corteza mugrienta sus nombres grabados, junto a otras decenas de otros nombres, sonrió ¿cuántos de aquellos nombres deberían seguir estando juntos? ¿cuántos de todos aquellos nombres seguían queriéndose? a ella le bastaba con saber que durante algún tiempo ellos dos le dieron a aquella ciudad los besos que le faltaban
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